lunes, 10 de octubre de 2011

La vieja y el libro

En este tipo de historias siempre se tiende a menospreciar el hecho en sí, a través de toda clase de alucinaciones, sugestiones, duermevelas y fantasías capaces de vulnerar el hecho de que a veces, y sólo a veces, determinadas situaciones simplemente se dan. Tan sólo ocurren, y nadie entiende muy bien el por qué.

Por eso me ceñiré a los hechos al pie de la letra, tal y como sucedieron, sin adornos ni ornamentos varios.
El caso es que contaba yo con 13 años, y andaba por esa época atribulado merced a toda suerte de historias mitológicas, que hasta me había convertido en un pequeño experto en la materia a tan corta edad.
Andaba yo, remoloneando en mi cama, por supuesto, enfrascado en uno de mis libros, cuando mi madre entró en la habitación y con tono solemne se me sentó al lado y empezó a farfullar una serie de palabras que en el momento no acerté a comprender.
Una vez desposeído de mi tragedia griega, y tras incorporarme y sentarme a su lado, me explicó que su madrina, que creo me tocaba a ¿tía-abuela? había sufrido un infarto cerebral y que estaba muy mal.
Así que nos pusimos en marcha hacia el pueblo de esta enferma señora, para una última despedida, no sin antes armarme con mi libro mitológico, con la intención de continuar mis historias a la mínima oportunidad.
Nos abrió la puerta el marido de la anciana, el señor Juan. A primera vista me pareció un hombre bonachón y apenado, embebido en sus recuerdos, -ajeno a la realidad debido a la demencia senil que le aquejaba- apostilló mi madre.
El ambiente gutural que reinaba en aquella casa era grotesco. Todas las cortinas estaban echadas, los pocos y ajados muebles parecían no haber sido limpiados en años y las ventanas cerradas a cal y canto sin dejar pasar una brizna de aire, y menos aún, algo de luz.
Como andábamos por el mes de enero, el brasero debajo de la mesa como en las casas antiguas funcionaba a pleno rendimiento. Del techo colgaba un simple cable pelado, y en una esquina, solitaria, se hallaba una débil lámpara que a duras penas iluminaba la mitad de la estancia.
Juan nos introdujo a través de un angosto pasillo, el cual desembocaba en una decrépita puerta de quejumbrosa madera, dando paso a la habitación donde la madrina de mi madre pasaba sus últimas horas con vida.
Casi me entró el pánico al rebasar el umbral de la puerta. Aquella atmósfera polvorienta, el olor malsano que impregnaba toda el lugar, y la anciana agonizante me hacía desear volver a mi inmaculado catre cuanto antes.
Prácticamente a empujones, fui obligado por el señor Juan a penetrar en la sombría estancia. –No te cortes, hombre, verás que alegría le das. –me animó. –Si ya no habla…-pensé, pero callé.
Una idea fija rondaba mi adolescente cabeza, quería salir de allí cuanto antes. El insalubre olor se hizo mucho mas agudo en el instante en que, forzado, accedí por fin al siniestro dormitorio.
Muy parecido a como lo había dibujado en mi cabeza, abarcaba una gran cama de matrimonio, coronada por un cuadro de la virgen María y un crucifijo, muy a la manera de los pueblos. Una cómoda a un lado hacía las veces de mesilla de noche para ambos. Se veía a leguas que el dinero hacía tiempo que no entraba en aquella vivienda.
Permanecimos un rato allí, toreando la situación como pude, aguantándome las ganas de salir corriendo. Hasta que un segundo después de mi quinto carraspeó incómodo, sonó el teléfono –¿¿Tienen teléfono aquí??-Me sorprendí.
Juan volvió al cuarto, azorado, mientras mascullaba maldiciones. No pude adivinar que había pasado pero tenía que salir un momento y le pedía a mi madre que le acompañara. –Que se quede el muchacho con mi señora, que es un momento- justificó.
Yo no estaba para nada de acuerdo pero por aquel entonces, casi como ahora, mi opinión no se tenía muy en cuenta. Así que allí nos quedamos, aquella anciana moribunda que apenas conocía de un par de visitas y compromisos familiares, y yo. Después de observar detenidamente las cuatro mohosas esquinas de la alcoba y un decrépito armario, evitando en todo momento mirar a la señora, comencé a aburrirme condenadamente, vislumbré una lámpara a través de la negrura de la habitación. Me armé de valor, así que me levante y la encendí, saqué mi amado libro y me zambullí, de nuevo, en mis conquistas mitológicas.
Una especie de áspero gruñido me sacó de mis ensoñaciones. La anciana estaba despierta. Estaba despierta y me estaba mirando. Fijamente. Podía ver como me observaba, inmóvil, a través de la tétrica atmósfera -¿Qué lees?- preguntó -¿Quieres leer algo para mí?-añadió a renglón seguido.
Yo, absoluta y completamente aterrado, empecé a leerle la historia del vellocino de oro, -¿¿Pero aún habla?? pensé- Y de como Frixo colgó el vellocino de lo alto de un árbol, a la espera de que Jasón fuera a recuperarlo. El tiempo pasó rápido, la señora era buena alumna. A veces me paraba para preguntarme algo con su achacosa voz o para soltar alguna débil exclamación. A pesar de su mustio rostro, se la veía reconfortada, diría que incluso pude percibir algo parecido a felicidad a través de sus cansados ojos. Momentos después, noté que ya no me preguntaba, ni exclamaba, ni nada. Al poco rato llegó mi madre con el señor Juan y apenados y entre pésames le dieron su privado último adiós.
Cuando volvimos a casa, aún me encontraba confundido. ¿Había muerto la anciana justo delante mía? ¿Mientras le leía Jasón y los argonautas? ¿Le digo a mi madre que la vieja me habló? ¿De verdad me habló? Así, el libro empezó a darme un poco de repelús y decidí guardarlo detrás de otros cuantos aún mas voluminosos en el fondo de mi librería.
Aquella noche, cuando fui a dormir, noté que hacía bastante más frío que de costumbre en mi normalmente cálido cuarto, que hasta me encaramé al altillo para sacar otra colcha. Me costó dios y ayuda dormirme. Aquella señora revoloteaba por mis pensamientos y jugaba con mi mente somnolienta. Por momentos parecía estar de nuevo leyéndole en mi cuarto y ella absorta, mirándome fijamente desde la inmensa oscuridad de sus ojos.
No se si me dormí o si me desmayé, fatigado de tantas elucubraciones.
De hito en hito me incorporaba mareado, víctima del letargo y del largo día. Entre la agitada noche, restalló un estruendoso golpe contra el suelo, pero yo ya no sabía si estaba dormido o despierto. Simplemente me tapé hasta el cuello y seguí metido en la cama.
A la mañana siguiente, al encender la luz me espabilé instantáneamente cuando pude ver por el suelo desperdigados un buen montón de libros. Extrañado y acobardado a partes iguales, me dispuse a recogerlos, y entonces, comprobé que faltaba el libro que había llevado el día anterior a la casa de la anciana.
Un millón de veces lo he buscado por los rincones mas recónditos de mi casa, mi madre me toma por loco cuando le pregunto si ella lo cogió durante la noche, pero aquel libro, simplemente, desapareció.


Y yo tengo tan clavados los atónitos ojos negros de la anciana, que a veces cuando leo tengo la desagradable sensación de que me están observando.